Chicles, cigarrillos y un dulce llamado gofio vendía en el cine de El Alto, cuando era niño. Y cuando estudió arte fue obrero de construcción en paralelo. Hoy, con diez hijos, a sus casi 90 años, Víctor Delfín camina con el peso del tiempo sobre su espalda. Sin embargo, no olvida detalles de una vida que él mismo resume como fabulosa. 

¿Qué recuerdos tienes de tu niñez?

Yo todavía soy niño, conservo mucho de mi infancia. Es hermoso recordar a mis padres, mis hermanos, escucho sus voces con frecuencia, recuerdo sus ocurrencias y me alimento de ese pasado. Mi despertar fue hermoso. Tuve un padre extraordinariamente cariñoso, una madre austera, ética como una aguja. Una chola de Sechura.

¿Cómo se llamaba tu madre?

Santos, Santos Ramírez Puescas. Cuando yo nacía debía estar harta de tener hijos, yo fui el octavo, uno murió, quedamos siete. Estaba cansada, muy gastada mi vieja. Aparentemente era un poco fría, pero en el fondo de una ternura increíble con todos, sin llegar a mimar.

Sí lo hacía mi hermana Elvira, quien se hizo cargo de mi infancia, una chica de diecisiete años, que vivió conmigo hasta los cien. Elvirita, la princesa, la única mujer, la niña de la casa.

Y mi hermano Ruperto que era sordomudo, extraordinario sastre. Me comunicaba con él con dibujos, le gustaba mucho el mar, el cine, nos íbamos juntos a cazar pájaros con hondas. Era un niño grande, de una inocencia increíble, se le veía tan hermosamente limpio, sano de espíritu…solo le faltaba hablar. Se murió a los sesenta años.

¿Sentiste esa muerte?

Mucho, pero uno se va acostumbrando a la muerte, solo se van yendo. Calderón tenía razón, la vida es un sueño. La vida es soñar, mis sueños se han cumplido.

“Mi padre llegaba a Lima -yo ya vivía acá- desaparecía las mañanas de los domingos. Después supimos que visitaba a los presos políticos de la época, les llevaba cigarrillos y periódicos. Pienso que fue allí, estando preso o de visita en la cárcel que mi padre adquirió esa formación no usual en un obrero. Era aprista…cuando el APRA era el APRA y no este APRA-fujimorismo. Me da pena decirlo, tengo buenos amigos apristas”.

El tema es que no a todos se les cumplen

Ahí se da lo peor que le puede pasar a un ser humano: la frustración. Por eso los padres deben procurar que se cumplan los sueños de sus hijos. Mi hermano quería ser sastre y fue un maestro. Mis padres se encargaron que un niño sordomudo llegara a ser un maestro en el oficio que quería.

Fue una infancia feliz, parece…

Recontra feliz. Fue una infancia de austeridad y carencias, pero nunca faltó el amor, la comprensión, la ética, el respeto. Todos esos valores que reclama la gente, y yo no sé porqué, ya casi no existen, si en mi casa funcionaban. Y lo logró un obrero y una campesina.

Creo que eran códigos impuestos por la época y que ahora se han transformado o han sido suplantados. Y no para bien.

¿A qué jugabas? ¿Cómo te divertías?

Fútbol nunca, me parecía una cosa salvaje. Mis hermanos me interrumpían haciendo bulla con una pelota de trapo cuando yo leía o dibujaba. Dibujé desde que tuve uso de razón y le enseñaba mis dibujos a Ruperto. Él los miraba, los corregía, teníamos un diálogo de imágenes.

Fui a la escuela cuando se me dio la gana, nunca me exigieron, yo aprendía con mis padres. Pero un día, tendría seis o siete años, me puse a dibujar como era mi manía. La profesora estaba dando clases -de qué estaría hablando-, me vió concentrado y me dijo dándome tizas: “¿A ver, muéstrame lo que haces?”. Pasé al frente, al pizarrón… ese fue el inicio. Nunca lo olvidé.

¿No te chupaste?

Para nada, si yo dibujaba todo el tiempo. Me sabía de memoria la forma y los colores de una de esas cajitas de fósforo con llamitas. La hice y el asombro fue generalizado. La otra semana ya dibujaba el escudo. Me transformé en el profesor de dibujo de mis compañeros. Descubrí la ventaja de mi nuevo status. En el recreo los muchachos se empujaban, se jalaban, se agarraban a golpes, pero conmigo no se metían. Toda mi vida recordé a esa maestra. Me pasé la primaria entera dibujando, pero era bueno en todo: en historia, en literatura, en matemáticas. Vendía por cinco centavos el resultado de los problemas hasta que me descubrieron. Incluso aprendí inglés por la vinculación de mi padre a la compañía petrolera que operaba en Lobitos, pero por alguna razón se me borró. Ahora apenas sé decir “yes” y “bring me a red wine”. También me olvidé de la raíz cuadrada, pero no me olvido de las historias de los hermanos Grimm y las aventuras de Marco Polo.

¿Hay en la familia antecedentes de alguien vinculado al arte?

No sé, tal vez mi tía Ventura. Tenía un vocabulario bastante refinado, escribía poesía.

¿Pero referente a artes visuales?

No, pero se hablaba con una terminología de conocimiento. Recuerdo a mi padre diciendo “esto parece pintado al óleo”. Fue de él que escuché esa palabra por primera vez. Había una riqueza en el vocabulario de mi padre que no era usual en los obreros. Te cuento una anécdota. Mi madre tenía la costumbre de decirle a mi papá siempre: “Ruperto, ¿qué quieres almorzar?Haz lo que te parezca -respondía él, también siempre”. Y una vez me sorprendió cuando al terminar de comer, mirando a mi madre, dijo: “Ni en el Waldorf Astoria de Nueva York se come tan bien”. Él solo había estado en Lima y preso por aprista. Claro, le gustaba mucho leer. En la casa abundaban las revistas que venían de Buenos Aires y de Chile. Conozco bien a Popeye.

Las revistas fueron importantes…

Sí, me gustaban las tiras cómicas, lo bien dibujadas que estaban algunas, eran admirables. A Lorenzo y Pepita solo les faltaba hablar. Mandrake el mago estaba bien dibujado, ¡qué elegancia! Historietas, no cómics, que es una palabra extraña. No sé donde leí que cuando hay decadencia, decadencia en general, lo primero que se devalúa es la palabra.

¿Y cuándo viste o decidiste que lo tuyo era el arte?

No fui yo, lo vio mi padre y un profesor, Eduardo Jibaja, un trujillano. Los ingleses de la compañía petrolera Lobitos, no tenían mandos medios entonces decidieron crear una academia para preparar a los hijos de los obreros en tareas administrativas.

Todo gratis y con trabajo seguro después. Ese iba a ser mi destino, pero Jibaja, y lo recuerdo como si fuera ayer, le dijo a mi padre: “sería un desperdicio, Víctor es un artista”. Yo apenas tenía 14 años y para entrar a Bellas Artes me faltaba cuatro. Mi destino parecía ser burocrático. “que siga acá”, dijo mi padre. Por suerte, mi hermano Manuel, administrador de haciendas, me adoptó y me llevó con él a su casa en La Unión, Bajo Piura. Ahí me quedé un par de años.

Al volver a mi casa empecé a buscar los medios para irme a Lima, la consigna era que si querías algo, tenías que ganártelo con tu esfuerzo. Nada de darte la plata para que te vayas a Lima, había que ganársela.

Entonces te vienes a Lima…

Me vine a Lima con mi tercer año de primaria a cuestas y con una desilusión amorosa,  Graciela. Yo tenía diez u once años cuando la conocí y ella nueve y medio, solo le di un beso, pero la familia se puso alerta. Me cerraron las puertas, sufrí como chino. Graciela, una criatura deliciosa que todavía sigue siendo mi novia. A los 14 años me enteré que la iban a hacer casar con un chico del lugar, juré nunca más volver. Yo tenía la idea que esa niña que me había aceptado un beso iba a ser algo más. Bueno, finalmente lo fue. Ha sido mi musa permanente.  

¿La volviste a ver?

No la vi más, nunca más, y creo que ahí está el encanto, la explicación a la persistencia de su recuerdo. Cuando he pasado momentos de soledad, cuando alguna de mis parejas se ha cansado de mí, vuelvo a Graciela. Tengo un paquete de cuentos y cartas dirigidas a ella. Cuando venía solitario de alguna reunión, le compraba chocolates, ramos de flores. ¡Graciela, ya llegué!”, le decía como si ahí estuviera.

Un día vino Arturo Corcuera. Un sábado al mediodía, y me invitó a comer con él. “No puedo”, respondí. La mesa ya estaba puesta para dos. “Señora Lina ponga un cubierto más, tengo un invitado”, le dije a la cocinera. “¿Mujer u hombre?”, preguntó Arturo. “Mujer”, le dije. Vanidoso el poeta empezó a acomodarse el cabello, nos sentamos, al rato preguntó: “¿Y a qué hora viene tu invitada? Acá está, ¿no la ves?, conversa con ella”. “Delfín se está volviendo loco”, parecía decir la mirada entre asombrada y preocupada de Corcuera.

Eres intenso para el amor…

¡Ah, cuando yo me enamoro soy cosa bien seria! Yo pienso que en cada nueva relación se te abre un mundo de fantasía, de locura, de sueños. Hay que vivir soñando, yo vivo en un sueño permanente.

¿Te enamoras con la misma facilidad con la que te “desenamoras”?

Creo que la explicación del “donjuanismo” del que se me acusa es que en realidad me enamoro del amor, no de la persona, de ahí viene la facilidad para pasar a otra relación.

Pero tengo una cualidad que algunos consideran pedantería, todas las mujeres con las que he estado son mis mejores amigas.

Finalmente llegas a Lima, ¿cuál fue tu visión?

Yo tenía la idea de irme a Buenos Aires, mi formación cultural tenía ese origen. Quería conocer esa ciudad de escritores y artistas. Ahí estaba el gran pintor Benito Quinquela Martín, Emilio Pettoruti, se hablaba del universalismo constructivo del uruguayo Joaquín Torres García. Si no me gustaba Lima, me iba a Buenos Aires, esa era la idea. Yo era libre de hacer lo que quisiera, el mundo era mío.

Viajé a Lima en un camión, un camión de carga, dos días mirando el desierto. El sol, la arena y el viento me quemaron los ojos. Entramos por la plaza Dos de Mayo y fue como llegar a París. Eso fue, un recibimiento parisino, aunque yo no conocía París, pero eso sentí. Era una Lima hermosa, un lujo, gente que te saludaba sacándose el sombrero. Fue impresionante.

Me instalé en el Callao donde un hermano marino mercante tenía una habitación que no usaba, guardaba elegante y abundante ropa de mi misma talla que por supuesto yo usaría.

Tan elegante que más tarde en la Escuela, me llamarían el conde, con sorna claro. “El conde Ají”, que significa algo así como un conde misio.

Finalmente llegas a la Escuela de Bellas Artes.

Llegué en diciembre. Tenía que esperar tres meses, me matriculé pero había que dar un examen, dibujar una naturaleza muerta. Me dieron un carboncillo, ¡jamás había visto uno!, me preparé para el fracaso. Veía como dibujaban los demás, tremendas fieras y con práctica, los miraba y la ilusión de entrar, se desvanecía. “No va”, me dije convencido.

Cuando fui a ver el resultado y no estaba entre los aceptados, casi me pongo a llorar. Yo quería ver mi nombre aunque fuera en una lista de rechazados, pero no estaba en ninguna parte. Yo no existía, fue terrible. Me puse a averiguar, pedí hablar con el secretario de la escuela, un hombre culto que tartamudeaba alargando mi angustia. Me presenté: “Soy Víctor Delfín, estoy buscando mi nombre pero no está por ningún lado”. Revisó la lista, yo no aparecía. “Vamos a ver acá”, dijo sacando otra lista.

Ahí estaba mi nombre. “Usted ha ganado una beca”, me dijo. Pasé de la tristeza más profunda a la euforia, estaba adentro. Allí pasé ocho años, solo salía para trabajar o ir al cine.

¿En qué trabajaba?

La mitad de mi vida he sido obrero de construcción, necesitaba dinero. Tuve hijos. Tiraba lampa, llevaba madera, cargaba fierros. Mis compañeros eran duros, jodidos, pero con ellos aprendí a ser leal.

Los obreros me trataban de un forma muy especial, cuando se dieron cuenta que yo leía, que estudiaba, me hacían trabajar lo menos posible para que tuviera tiempo. O pasaba a la parte burocrática controlando el material, herramientas, y leyendo a Kafka, Hesse, Ortega y Gasset, Sartre, Camus. Sentí en ellos generosidad y comprensión. Aún me siento un obrero.

Terminada la escuela tienes un par de experiencias en provincia

Sí, como director de las Escuelas de Puno y Ayacucho. Las dos ciudades son muy interesantes, y lo que yo buscaba y encontré era una relación más directa con el arte popular. Me fascinaban los tejidos, los colores, los retablos, esa idea no muy sofisticada sino cruda como se expresan los campesinos artesanos. Yo no busco una elegancia en mi manera de expresarme, no busco la perfección, busco esa cosa directa, casi primitiva como un toro de Pucará, un retablo ayacuchano, esa expresividad tan auténtica. Esa fue mi búsqueda y mi encuentro en ese periplo de dos años.

Y otra vez de vuelta a Lima…

Si, volví y sin pensarlo dos veces me fui a mi pueblo en Talara, a El Alto. Hice una exposición para vender y me fue bien, me compraron todo. Dejé un poco de dinero a la familia y me las piqué a Santiago, a Chile.

¿Por qué a Santiago?

Creo que me sentía camino a Buenos Aires, yo seguía pensando en Buenos Aires. En Chile tenía amigos muy queridos y, por supuesto, alojamiento.

Desperté en una ciudad con otra melodía, más formada, más informada, políticamente efervescente, era época pre- Allende, con una juventud de izquierda eufórica presente en las calles. Me reencontré con Nemesio Antúnez, una especie de director de cultura, de quien yo había visto una exposición, dirigía un museo. Yo llevaba una colección de arte popular y rápidamente me organizó una muestra.

La verdad es que tengo una suerte de la patada. Empecé a dar charlas. Se creó un instituto de Arte en Las Condes y ahí entré de profesor. Me fue tan bien que hasta tenía cuenta bancaria, ¡por primera vez en mi vida tenía una chequera! Me iba de maravillas. Ahí, codeándome con la flor y nata de los artistas chilenos aprendí a tomar vino.

¿Y por qué dejas Chile?

Estaba cómodo, pero me estaba yendo de mí, de mis objetivos, yo quería hacer escultura, salir del cuadro, pasar al relieve, al volumen.

¿Y no lo podías hacer en Santiago?

No. No estaba en mi hábitat, tenía que volver. Necesitaba el aire “que trae en sus manos la flor del pasado, su aroma de ayer…”.

Vuelves a Lima…

Sí, me contrataron para organizar una nueva galería. Trabajé tres meses, la dejé lista y me despidieron. Otra vez estaba en nada. Pero un amigo que se iba a Roma me pidió que cuidara su casa en la Bajada de Baños de Barranco. “Esta es mi oportunidad”, pensé. Empecé a producir como loco, entonces salieron los retablos, los candelabros, las lámparas, todo de metal como nunca se había hecho. Y como consecuencia de esa pasión por el metal, el fuego, las soldaduras, salió el Bestiario. Creo que influyó César Moro, había vivido en esa casa y algo de su energía aún permanecía. Alguien descubre lo que estaba haciendo, Lima es una ciudad de chismosos, y me buscan de una galería de arte. Me precio de eso, nunca busqué una galería siempre me buscaron para exponga. El día anterior cuando estaba montando la muestra, un terremoto sacudió Lima, igual decidí abrir y vendí todo. Con esa producción que se inspiraba en el arte popular gané el Premio Nacional de Artesanía Contemporánea. Recuerdo las murmuraciones de algunos profesores cuando Belaúnde me entregó el premio: “cómo era posible que un artista de Bellas Artes se dedique a hacer arte popular, artesanía”.

¿Y en qué consistía el premio?

¡Un viaje a Buenos Aires! Finalmente conocí la calle Caminito, paseé por la avenida 9 de julio, me empaché de vino, tango y carne. Tengo que volver. “Volver”, justo ese es mi tango favorito.

Desde ahí todo fue bien…

Sí, empecé a salir al extranjero. Fui a Quito, invitado por Guayasamín para una exposición individual itinerante, “Aves de América”. Después viajé a Colombia, Costa Rica, Santo Domingo, Miami y, finalmente, a Nueva York.

¿Vivió ahí?

¡Nueva York, carajo, qué tal atracción! Sí, viví ahí un tiempo, al principio en el Soho. Es la ciudad más teatral que existe, todos actúan y actúan bien. Van a exhibirse, desde el chofer del taxi hasta el magnate. Hay una vitalidad tremenda, la gente va a hacer negocios, a París van a pasear. París es elegante, Nueva York también, pero elegante y extravagante. En París ves la belleza del pasado, en Nueva York la del presente. En Nueva York los artistas producen, trabajan. El Louvre era un palacio, en Nueva York los museos se hacen para las obras de arte, la luz y el espacio están diseñados para ellas. Pero la cabra tira pal monte y todos vuelven. Qué gracia tiene ser exitoso en Paris o Nueva York si no tienes cerca a los amigos para compartir y celebrar los triunfos, -es parte del ego-, y finalmente para los usufructúen. Cada vez que vendía un cuadro en Lima salía con toda la patota a comer.

“París estaba en mi mente, pero no como una necesidad. Alejandro González, mi profesor en la Escuela de Bellas Artes, nos decía que la cosa estaba aquí, que para ser alguien interesante debíamos llevar algo a Paris y no lo contrario. 'Cuando tengan algo que mostrar, múdense', nos decía. Alejando fue el mentor de estas ideas de volver a las raíces del arte precolombina, del arte popular. 'Busquen el camino acá, abran el libro del Perú, conozcan Pisac, Machu Picchu, Sacsayhuamán, Chan Chan. Ahí está la plástica peruana', decía con pasión. Entonces me olvidé del francés y hasta rechacé una beca a París".

¿Dónde prefiere que estén sus obras, en un museo o en una casa?

No tengo obras en los museos y la galería en las que expongo está en mi casa. Es una de mis grandes satisfacciones. De estar en una galería probablemente venda, me llame el galerista, seguramente con demora y me diga: “tome, se vendió esto o aquello y aquí está su dinero”.

Pero no conoceré a la persona que lo compró y para mí es importante. Los galeristas parece que tuvieran cierto interés en alejar al comprador del artista, se apoderan del coleccionista.

Por eso decidí tener la galería en mi casa, para poder conocer al comprador y que él me conozca a mí.

Eres un activista incansable, ¿no te ha decepcionado la política?

No, nunca, decepción no existe en mi vocabulario. Yo lucharé hasta el último día de mi vida, yo vivo soñando con una patria verdaderamente libre, un país democráticamente civilizado, culto. La política es parte de la vida, tenemos que actuar en política, es ella la que nos asiste todos los días, de ella dependemos. Hay que participar, el apolítico es un ser enfermo, un ser con alguna carencia.

En unos meses cumplirás noventa años, ¿creíste que ibas a llegar a tanto?

¡No!, ni siquiera suponía que iba a llegar al año 2000. Cuando lo atravesé pensé: “¡caramba que suerte!”. Y ahora, la verdad, en ese sentido, el tiempo no me interesa, no pienso en los días que me quedan. No me asusta la muerte, debe ser como pasar de un sueño a otro. Y menos después de haber disfrutado de una vida maravillosa, extraordinaria y fabulosa que ha correspondido a mis sueños. He hecho lo que he querido y he salido limpio, así que me iré nomás. Mi única frustración es no haberme metido joven en política, debí hacerlo a los veinte, no a los sesenta, creo que algo hubiera mejorado si lo hubiera hecho con la energía de la juventud, pero la creación me absorbió.

Tienes un espíritu joven, ¿cuál es el secreto?

La receta para mantenerse joven es no tener envidias, odios, no alimentar injurias, mantenerte al margen de lo feo, de lo antiestético. Hacer lo posible para que tu vida vaya acorde con tu tiempo, tener tu espacio y hacerlo respetar. Vivir en armonía con tu familia, tus amigos, con todos. Si dices justicia sal a la calle a luchar por ella, si dices amor es a todo, al plato, a la flor, al piso de tu casa, al árbol, al perro, al gato del vecino, sentir que todos los niños son hijos tuyos y tratar de rescatarlos de la miseria humana.

Delfín piensa en la política y en Fujimori. Estuvo presente en la reciente marcha ciudadana en rechazo a un posible indulto al reo expresidente: 

“Lo justo es lo justo, y lo justo es que Fujimori se quede en la cárcel porque es un criminal. No debe haber piedad, ¿acaso él tuvo piedad con la gente que mandó a matar? Su hija puede pensar que es el hombre más maravilloso, es su hija, pero que no venga a joder con que fue el mejor presidente, fue el más corrupto que ha existido”.